sábado, 15 de octubre de 2011

domingo, 9 de octubre de 2011

Aleph


Me quedo totalmente desnudo, abro la ducha y me meto debajo del agua; uno de mis rituales favoritos.
Coloco la cabeza de tal manera que lo único que puedo escuchar es el ruido del agua en mis oídos; eso me aparta de todo. Me transporta a otro mundo. Como un maestro que presta atención a cada instrumento de la orquesta, empiezo a distinguir cada sonido, que se transforma en palabras que no puedo comprender, pero que sé que existen.
El cansancio, la ansiedad, la desorientación de estar cambiando tan a menudo de país...todo desaparece. Cada día que pasa veo que el largo viaje está surtiendo el efecto deseado. J. tenía razón, me estaba dejando envenenar lentamente por la rutina del día a día: los baños eran simplemente para limpiar la piel, las comidas servían para alimentar mi cuerpo, las caminatas no tenían otro objetivo que evitar problemas de corazón en el futuro.
Ahora las cosas están cambiando; imperceptiblemente, pero están cambiando. Las comidas son momentos en los que puedo reverenciar la presencia y las enseñanzas de los amigos, las caminatas han vuelto a ser una meditación sobre el momento presente, y el ruido del agua en mis oídos silencia mi pensamiento, me tranquiliza y me hace redescubrir que son los pequeños gestos cotidianos los que nos acercan a Dios, siempre que sepa dar a cada uno de ellos el valor que se merece.
Cuando J. me dijo: "Deja la comodidad y ve en busca de tu reino", me sentí traicionado, confuso, abandonado. Esperaba una solución o una respuesta a mis dudas, algo que me confortase y me dejase de nuevo en paz con mi alma. Todos los que se lanzan en busca de su reino saben que no van a encontrar nada de eso, sólo desafíos, largos períodos de espera, cambios inesperados, o, lo que es peor, tal vez no encuentren nada.
"Estoy exagerando. Si buscamos algo, ese algo también nos está buscando"
Aun así, hay que estar preparado para todo. En este momento tomo la decisión que faltaba: si no encuentro nada en este viaje en tren, seguiré adelante, porque desde aquel día en el hotel de Londres entendí que mis raíces estaban listas, pero el alma moría poco a poco por algo muy difícil de detectar y todavía más difícil de curar.
La rutina.
La rutina no tiene nada que ver con la repetición. Para alcanzar la excelencia en cualquier cosa de la vida, hay que repetir y practicar.
Practicar y repetir, aprender la técnica de tal manera que se vuelva intuitiva. Eso lo aprendí siendo todavía un niño, en una ciudad del interior de Brasil, adonde mi família iba a pasar las vacaciones de verano. A mí me fascinaba el trabajo de un herrero que vivía cerca: me sentaba y permanecía, durante lo que me parecía una eternidad, viendo como su martillo caía sobre el acero caliente, soltando chispas a su alrededor, como fuegos artificiales. Una vez me preguntó:
- ¿Crees que hago siempre lo msimo?
Le dije que sí.
- Te equivocas. Cada vez que bajo el martillo, la intensidad del golpe es diferente, a veces más dura, a veces más suave. Pero lo he aprendido, después de repetir este gesto durante muchos años. Hasta que ha llegado el momento en que no lo pienso y dejo que la mano guíe mi trabajo.
Nunca he olvidado aquella frase.

Aleph - Paulo Coelho

Tokio Blues


En las noches de insomnio me asaltaban diferente imágenes de Naoko. No podía evitar que acudieran a mi memoria. En mi corazón, se habían acumulado demasiados recuerdos de ella. En cuanto encontraban una grieta, por pequeña que fuera, iban saliendo, uno tras otro, imparables. Fui incapaz de detener esa fuga.
Me acordaba de Naoko en aquella mañana de lluvia, con el chubasquero amarillo, limpiando el gallinero y acarreando el saco de grano. Recordaba el pastel de cumpleaños medio deshecho y el tacto de mi camisa empapada por las lágrimas de Naoko. Sí, aquella noche también llovía. Era invierno; Naoko caminaba a mi lado, con aquel abrigo de piel de camello. Ella siempre se sacaba el pasador del pelo y jugueteaba con él. Y siempre me miraba fijamente con aquellos ojos transparentes. Ahora llevaba una bata azul y estaba sentada en el sofá, con el mentón descansando en las rodillas.
Sus imágenes me golpeaban, una tras otra, como las olas de la marea, arrastrándome hacia un lugar extraño. Y en este extraño lugar yo vivía con los muertos. Allí Naoko estaba viva y los dos hablábamos, nos abrazábamos. En ese lugar, la muerte no ponía fin a la vida. Allí la muerte conformaba la vida. Y Naoko, henchida de muerte, allí continuaba viviendo. Me decía: "Tranquilo, Watanabe. No es más que la muerte. No te preocupes".

Tokio Blues - Haruki Murakami

El árbol de la vida



Palabras no expresadas...

El fin es mi principio


Palabras sabias....