sábado, 27 de agosto de 2011

El dios de las pequeñas cosas


Estha siempre había sido un niño callado, así que nadie pudo determinar con precisión el momento exacto (por lo menos, el año, ya que no el mes ni el día) en que dejó de hablar. Simplemente, dejó de hablar; eso es todo. El hecho es que no hubo un "momento exacto". Había sido un asunto de reducción paulatina del negocio hasta llegar al cierre definitivo. Un ir quedándose callado apenas perceptible. Como sí, sencillamente, se hubiese quedado sin tema de conversación y ya no tuviese nada más que decir. Además, el silencio de Estha nunca fué incómodo. Ni molesto. Ni llamativo. No era un silencio acusador, de protesta, sinó más bien un aletargamiento, una inactividad, un equivalente psicológico de lo que hacen los peces dipneos para soportar la temporada de sequía, salvo que, en el caso de Estha, dicha temporada parecía que iba a durar eternamente.


Con el tiempo había adquirido la capacidad de mimetizarse con aquello que tuviese detrás (librerías, jardines, cortinas, puertas, calles) hasta parecer inanimado, casi invisible para un ojo inexperto. Normalmente, a los extraños les llevaba cierto tiempo reparar en él, incluso aunque se concentrasen en la misma habitación. Y tardaban aún más en darse cuenta de que nunca hablaba. Había quien ni siquiera lo advertía.


Estha ocupaba muy poco espacio en el mundo.

El dios de las pequeñas cosas - Arundhati Roy


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